Se acercaba el
otoño, podía sentirlo en cada uno de sus huesos. Pero, hubo un tiempo en que no
había sido así. De joven jamás se sentía cansada, podía pasar horas y horas
trabajando sin descanso y, una vez terminada su jornada laboral, todavía le
quedaban fuerzas y energías para salir con sus amigas. Hacía ya mucho de eso.
Luego había venido el amor, los hijos, los desengaños y, finalmente, el desamor
y la soledad.
Ahora trataba de
empezar una nueva vida. Hacía unas semanas que había aterrizado en aquel
pequeño pueblo costero y todavía estaba acondicionando la preciosa casita que
había adquirido a las afueras, cerca del faro y los acantilados. La casa era la
típica construcción cántabra de dos plantas con un precioso balcón de madera
que ocupaba toda la fachada de la segunda planta. Tenía las vigas y el suelo de
madera y una enorme cocina orientada al mar en la que, estaba segura, pasaría
sin dificultar gran parte de su tiempo.
La primera vez que
había estado allí fue en el verano de 1998, cuando los niños eran pequeños y,
aquel había sido, sin duda, uno de los mejores veranos de su vida. La playa, el
sol, las risas y los juegos habían ocupado la mayor parte de sus días y, por la
tarde, cuando regresaban los barcos con las bodegas repletas con la pesca del
día, se acercaban a alguno de los chiringuitos del puerto a comer sardinas
asadas con las manos y beber vino joven bien fresco hasta que no podían más.
Aquella mañana se
había levantado temprano, había desayunado contemplando absorta el paisaje
desde la mesa que había colocado justo enfrente del gran ventanal de la cocina
y, después de enfundarse en unos tejanos raídos y una sudadera que había vivido
tiempos mejores, se había dirigido a la gran sala de la planta baja que, en su
tiempo, había albergado las caballerizas y que ella iba a utilizar como taller.
Empezó a colocar y
etiquetar todos los productos químicos en las estanterías situadas en la pared
derecha. A continuación, se dispuso a colocar todas las herramientas en el
panel que ocupaba la totalidad de la pared de la izquierda. Daba gusto ver
todos los martillos, destornilladores, alicates, cepillos, sargentos y restos
de las herramientas ordenadas formando filas disciplinadas. No siempre estarían
así. Aunque procuraba mantener el orden, la mayoría de las veces, al finalizar
su trabajo diario, las muy caprichosas se habían ido adueñando de todo el
espacio e incluso, las más juguetonas, la desafiaban al escondite.
Estaba tan absorta
en lo que hacía que, cuando sonó el timbre de la puerta, ya se había olvidado
por completo que esperaba visita. Raúl era el alcalde de pueblo y, era también,
según le había asegurado, era un magnífico ebanista y ella necesitaba que le acondicionaran como
biblioteca lo que antaño había sido un oratorio y que se encontraba justo
enfrente del taller.
Le habían dado su
teléfono en la tienda de comestibles del pueblo cuando comentó lo que quería
hacer con las personas allí reunidas y, a pesar de que había expuesto sus
reparos para llamar por las buenas a una persona a la que no conocía y que, a
buen seguro, estaría sumamente ocupada tratando de resolver los problemas que
debía de presentar el día a día de una alcaldía, todos los allí presentes
–Luisa, la tendera incluida- le animaron a hacerlo.
Al final, después
de llevar varios días el papel con el teléfono en el bolsillo de su chaqueta,
se había decidido a realizar la llamada justo la tarde anterior, justo en el
momento en que se ponía el sol por el horizonte. La voz que le había contestado
al otro lado del teléfono había sido sumamente amable. Le había explicado lo
que necesitaba y habían quedado al día siguiente por la mañana. Y ahí esta ella
ahora, a punto de abrirle la puerta a un desconocido, con la ropa más vieja que
tenía, llena de polvo y despeinada.
Si es verdad que
sólo existe una oportunidad para causar buena impresión, lo llevo claro –pensó
para sus adentros.
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